Dos chicas increíbles
Las fiestas alocadas no son de mi preferencia, pero con motivo de mi cumpleaños, algunos colegas decidieron hacerme una sorpresa. Sabiendo ellos que me gustan más las salidas en plan tranquilo, me visitaron todos en mi piso con algunas bebidas y tapas para celebrar.
Aquel día había un partido de fútbol, el vimos mientras bebimos y comimos. Charlamos, nos reímos y, justo cuando pensaba que era hora de irme a dormir, llegó la sorpresa:
Tocaron la puerta y fui a abrir, asumiendo que quizás sería algún vecino que pretendía quejarse por el ruido. Pero al abrir la puerta, me encontré con dos mujeres increíbles como nunca había visto en mi vida. Ambas se presentaron con un beso, sus nombres eran Leila y Anabel, exudaban sensualidad.
Las invité a pasar y, cuando entramos, al parecer, mis colegas lo tenían todo dispuesto, pues habían colocado en medio de la habitación una silla. Pregunté qué sucedía y me pidieron que me sentara ahí y que disfrutara del show. No opuse mucha resistencia, porque también me interesaba saber de qué se trataba todo. Que gran sorpresa me llevé.
Ambas mujeres se colocaron frente a mí. Llevaban las dos un abrigo que cubría la mayor parte de sus cuerpos y sus piernas estaban protegidas por unas botas de tacón hasta la rodilla. Con un movimiento rápido, se despojaron de los abrigos, mostrando los disfraces que llevaban puestos. Una iba vestida de enfermera, la otra iba vestida de doctora. Iban a aliviar mis problemas, eso es cierto.
Ambas eran muy distintas, Leila era una chica pelirroja, con una piel muy blanca y tatuada. Anabel era una chica morena, con un larguísimo pelo negro cuyo olor me excitaba. Ambas comenzaron a bailar frente a mí, para mí, una a mi derecha y a la otra a mi izquierda en medio de los gritos eufóricos de mis amigos.
Bailaban de una forma sensual, audaz, mostrándome todos sus atributos y los movimientos más sugestivos. Sus coreografías se unían de una forma perfecta, haciendo que una erección despertara en mi entrepierna. Bailando, comenzaron a despojarse de sus ropas, dejándome ver mucho mejor todo lo que había debajo.
Sus ojos me miraban fijamente de manera desinhibida, pero yo no podía apartar la mirada de sus esbeltos cuerpos, cuyas formas me tenían totalmente embriagado. Sobre todo sus entrepiernas.
La de Leila era la que más miraba, pues estaba tatuada y me generaba tanto excitación como fascinación. Me sumergía en una especie de éxtasis mirando a las dos chicas moverse y frotarse contra mí. Era esa el tipo de fiesta alocada que me habría gustado tener tiempo antes.
Las chicas cuando terminaron, se vistieron y se fueron, dejando una huella inmensa en mí. Mis colegas se quedaron por un rato más, bebimos unos tragos y luego se fueron para dejarme descansar. Continué un rato en la sala pensando en todos aquellos movimientos, en esos dos cuerpos tan perfectos, en el tatuaje de la entrepierna de la pelirroja, algo que nunca había visto y que no me podía sacar de la cabeza y me sentí agradecido por ese regalo. Aquella noche, dormí como un bebé.